Cada celebración de la expropiación petrolera abre la oportunidad para reflexionar sobre el petróleo, Pemex y la soberanía nacional.
En México estos tres temas los hemos fusionado de manera que ya son prácticamente sinónimos. Más aún, si a esto le agregamos ideología y dogma, se comprende mejor por qué en términos colectivos cuesta tanto trabajo discutirlos. Hago un intento por reordenar el debate, buscando repensarlo a favor de los propietarios originales: los mexicanos de hoy y de las futuras generaciones. Destaco para ello los vicios de la discusión. Los hidrocarburos en territorio mexicano y Petróleos Mexicanos (Pemex) no son lo mismo. Como Pemex tiene la exclusividad, esta creencia se ha fortalecido. Aquí inicia la raíz del vicio.
Nuestra Constitución marca que corresponde a la nación, léase los mexicanos, el dominio directo del petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólido, líquidos y gaseosos (artículo 27, cuarto párrafo). Para darle constitucionalidad y funcionalidad a este mandato, pues los monopolios están prohibidos, el artículo 28 establece que no constituirá monopolio la función que el Estado ejerza de manera exclusiva, entre otras, en petróleo y los demás hidrocarburos y petroquímica básica, y que para ello “el Estado contará con los organismos y empresas que requiera para el eficaz manejo de las áreas estratégicas a su cargo”.
A pesar de la diferencia establecida entre la propiedad del recurso natural y el operador responsable de la exploración, extracción y transformación, el discurso oficial tiende a fundirlos en uno solo. La pereza mental en las discusiones públicas es letal. Recordemos que la expropiación petrolera, provocada por la soberbia de las compañías petroleras de no acatar un laudo de la Suprema Corte de Justicia en materia laboral, permitió recuperar y asegurar el control del recurso natural que antes de 1938 no se tenía. La autoridad era débil, incluyendo a la fiscal. Si bien fue un acierto que el Estado mexicano creara a Pemex como la respuesta tributaria para recuperar el control de la renta económica, el asunto no se resolvió adecuadamente en términos de eficiencia y mucho menos en términos de maximizar el valor de esta riqueza en el subsuelo a favor de los mexicanos. Es innegable que gran parte de los ingresos petroleros se han destinado a favor del pueblo de México, pero también es innegable que no se ha hecho de la mejor manera. Se ha ocasionado una distorsión tan grave en el desarrollo regional y local del país, a tal grado que la población de las zonas ricas en petróleo no lo es ni en términos económicos, educativos, culturales y tecnológicos. Se repite el patrón de la Colonia y de las reformas borbónicas: expóliese una región a favor de la Corona, actualmente sería la entelequia llamada Federación. Esto, por ejemplo, es una gran diferencia de lo que sucede en Noruega y Alberta, Canadá, que aprendieron su lección y mantienen a favor de sus pueblos la propiedad del recurso natural.
Un segundo vicio que padecemos es que la discusión energética de México se ha concentrado en la privatización de Pemex, como si vender a este organismo público descentralizado fuera la panacea. Se insiste en clasificar a Pemex como empresa cuando no lo es. Aquí curiosamente radica una de las grandes oportunidades para avanzar en la solución del problema, transformando a Pemex en una auténtica empresa en la que cada uno de los ciudadanos mexicanos con Registro Federal de Contribuyentes fuéramos los accionistas y tuviéramos un consejo de administración con los mejores hombres y mujeres para tomar también las mejores decisiones a favor del valor de la empresa. Ésta sí sería una auténtica nacionalización en los hechos.
Un tercer vicio lo identifico en algo que para generar prosperidad y competitividad es urgente superar. México no tiene una política energética en la que se asegure el abastecimiento confiable, oportuno y al menor costo económico, social y ambiental de energéticos a los mejores precios y tarifas para los hogares y las actividades productivas.
Lo que sí tenemos es una política de energía subordinada a la política fiscal para compensar la debilidad tributaria. Esto conlleva a que el dividendo de la renta económica petrolera lo reciban quienes evaden y eluden las obligaciones fiscales, y quienes han ganado prebendas a través de programas y subsidios en el presupuesto público. Muchos vicios, pero también muchas oportunidades. Por ello, para que en materia de energía tengamos una reforma que de verdad califique como estructural, es necesario reorientar el debate empezando por contestar dos sencillas preguntas: ¿Tenemos los mexicanos la capacidad para diseñar un marco institucional en el que el recurso natural sea y siga siendo propiedad de la nación, y se administren los hidrocarburos de manera que se maximice el valor de la renta económica del petróleo a favor de los mexicanos? Si es así, ¿cómo hay que organizar la actividad petrolera para evitar corrupción y dispendio?
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